Qué lejos quedó aquel país alegre de la infancia
—Papá, ¿me oyes?— murmuró acercando su boca a mis oídos.
Cuando preguntó eso me observaba; sobre todo los labios. Luego, de un tirón, me peinó el flequillo. Me colocó las manos sobre el corazón, lo escuchó callado; y dijo:
—No te desaparecerá ese brillo de maldad ni después de muerto.
Cuando preguntó eso me observaba; sobre todo los labios. Luego, de un tirón, me peinó el flequillo. Me colocó las manos sobre el corazón, lo escuchó callado; y dijo:
—No te desaparecerá ese brillo de maldad ni después de muerto.
Mala gente los fantasmas, esos muertos que no acaban de irse a donde deberían, que permanecen aferrados a un mundo en el que ya no pueden interactuar, espíritus malvados como el de este relato, que quizá por fin llegue a darse cuenta, aunque tarde, de que ni su hijo le ha querido, que siempre le reprochará que le empañase la alegría de la infancia. Duro purgatorio espera a ese mal padre. Me alegro de leerte también por aquí. Un saludo.
ResponderEliminarMe gusta como has hilvanado el duro reproche del hijo, que describe a la perfección lo que durante su vida sintió por el padre.
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